
Desde el primer diario
con tapa de Sarah Kay y pilas y torres de cuadernos, no paré. Es de manual,
para los que empezamos así, pasar de lo personal a la poesía primero y la
ficción después, siempre llenando cajones.

Pero luego de más de una
década de talleres, formación, libros publicados y actividades de promoción de
la lectura, empecé a escuchar bastante seguido la pregunta de cuándo iba a dar
un taller yo. La respuesta también era fácil: nunca.

Y ahí, como aparecidos,
se me presentaron el temor y el terror juntos. El de la hoja y el del ojo, con
su poder retroactivo. Claro estaba: me asustaba más la idea de coordinar que de
escribir.
Porque cómo encender,
avivar o hasta aquietar la llama de palabra que todos llevamos. Con qué aire
soplarla, con qué agua rociarla.
Una futura alumna
insistió e insistió, y con la irresponsable certeza de no saber cómo, me animé.
De esto hace un largo año
y medio. Debo decir que un taller, este taller, es un lugar atravesado por la
exploración y el descubrimiento de nuevas formas de escribir y de leer, en
primer lugar de esta coordinadora.
Lo que sigo aprendiendo
es que no se trata de saber todo o más, para transmitirlo, sino de compartir con
otros lo caminado y esencialmente lo que tenemos por caminar juntos.
Los resultados no son ni
académicos ni estadísticos: talleristas felices y coordinadora alcanzando altos
picos de plenitud.
Ahora, el único miedo que
tengo es a dejar de hacerlo.