martes, 26 de mayo de 2020

El miedo de escribir algo de miedo


No es sangre lo que corre por mis venas
Ediciones Del Naranjo
Colección Rojo y Negro

En un taller literario, como hace veinte años, escribí un cuento "de miedo". 
Mi miedo provenía en ese entonces del ahogo de trabajar diez, doce, quince horas por día en una agencia de publicidad, mi profesión de tiempo completo en aquel momento. El cuento se llamó Horas extras y cuánto sería el miedo que terminé mutilando a un personaje.
El destino del texto fue un cajón por más de diez años, hasta que que lo resucité en otro taller. Ahora era independiente, había publicado un libro de poesía infantil, andaba en otros proyectos en prosa, así que luego de trabajarlo mucho decidí intentar con este.
Lo presenté a la primera editorial pensando con suerte en una antología. La respuesta fue "Nos gustó, tenemos una colección nueva en la que podría entrar, pero los libros son mucho más extensos, ¿tenés más?".
¿Tener más qué? La chica que nunca pudo terminar de ver enteras El exorcista o La profecía? ¿La que solo una vez en la vida fue al cine con una amiga a ver Candyman? ¿La que a los rituales de adolescente de ver pelis de terror en grupo, le costaban después las peores pesadillas?
"Tenemos dos libros para salir antes que este, tenés tiempo." me dijo Norma Huidobro, editora de lujo.
Yo, la que había leído a Poe y a Lovecraft, ya grandecita, en el profesorado, tenía un único registro de miedo como lectora, o más que miedo, inquietud, desasosiego... Había sido Quiroga con su almohadón de plumas y su gallina degollada y es pobre hombre picado de víbora, a la deriva. Eso quería lograr, si supiera, si pudiera...
A leer, a leer, a leer, a cruzarse con todo lo que inquiete, lo que muestre el camino. En esa tarea me reencontré con ese estado primitivo de alerta en la voz de Samanta Swcheblin. Leer y que la respiración resulte incómoda, moverte en la silla, necesitar cambiar de posición, tener que tragar, sin llegar a ser sed lo que se siente. Quiroga y Schweblin, linda vara, solo los nombres ya asustaban.
¿Sería posible? ¿Podría lograr un atisbo de eso? Esa pregunta fue el vector de dos años de escritura. 
La caída de la industria de la última época me dio mucho más tiempo aún y resultaron seis cuentos, tres breves, tres largos.
¿Lo habré logrado? El miedo es, finalmente, muchas de las veces incertidumbre.
La incomodidad que me produjo esta búsqueda, ahora vuelve potenciada en el temor de que al lector no le pase nada. No importa cuándo, no importa cómo, no importa cuánto, pero que algo le pase. 
Porque la literatura que me da miedo (si lo fuera) es la endeble, la que no hace bien ni mal, la inadvertida, la insípida.
El miedo, más antiguo que el amor, encontrará en cada lector su hendidura, pero ¿será mi miedo que escribe tu miedo que lee? 
Dejo aquí uno de los tres cuentos breves del libro, con los dedos cruzados para que "eso" pase.


La maquilladora

            Llegó a la dirección indicada a las seis en punto. Cuando el trabajo es a domicilio es importante la puntualidad, y bajo su dedo repicó un timbre anacrónico de campanario.
            La clienta ya la esperaba preparada y la recibió la madre.
            Odiaba el frío para trabajar. Antes que el delantal rosa se puso un chaleco de lanilla y preparó la mesita de trabajo que le habían dispuesto. Abrió el maletín, sacó la riñonera que apenas llegó a ajustarse a la cadera en el último orificio, en la que coleccionaba veinte años de brochas y pinceles. Chatos y redondeados, gruesos y finos, cortos y largos; dos décadas y siempre impecables, lavados cada diez días con shampoo y agua tibia, y una vez al mes sumergidos en alcohol por desinfección.
            La preparación de los materiales normalmente ya impresionaba a los clientes, pero como golpe de efecto desplegó como alas dos compartimentos del maletín, y rasante apareció la desfragmentación misma del arco iris, presentada en todas las texturas posibles, en polvo, cremosas y compactas.

            Empezó por las manos. Cuando abrió el quitaesmalte, el olor de la acetona venció al dulzor reinante de las flores que deberían haber llegado. Primero removió el esmalte rojo que la joven llevaba todo cascado y demasiado furioso para la ocasión. Los algodones descartados formaban capullos, desangrándose sobre la toallita blanca bien estirada sobre la mesa. Le pasó una lima ligera a las uñas para darle forma, aunque estaban cortas. Se esforzó con más quitaesmalte para sacarle el rojo desteñido que se había corrido hasta las yemas, y le dio dos manos de un blanco tiza cremoso, Luz de Luna N° 42, porque el nacarado ya era antiguo para una quinceañera. Sin preguntarle a nadie, decidió no ponerle el Revlon porque no se justificaba para una sola noche, pero sí un brillito y le hizo las francesitas, que siempre están de moda.

            Siguió con el pelo. Parece que la chica odiaba sus rulos y como hasta ahora no la habían dejado hacerse el alisado definitivo con formol, la madre autorizó la planchita. Tenía el pelo negro y grueso, y aunque lo tenía casi por la cintura, le hizo acordar a Blancanieves. Cuarenta y cinco minutos le llevó sacarle hasta el último rulo, y no voló una mosca en medio de los tirones. Logrado el lacio profesional, un batido en la coronilla con peine de cola nunca falla para centrar la tiara de perlas que le habían dicho que estaba comprada hacía meses para el día de la fiesta.

            Por último, el maquillaje. Ya había arreglado por teléfono con la madre cubrirle el tatuaje de la calavera del escote, y como la chica ya estaba vestida, tuvo que hacer unos buenos dobleces de papel tissue sobre el encaje del pecho, para que no se le manche.
            Una loción astringente en cara y cuello con discos de algodón, para eliminar impurezas. Luego, una base líquida para una cobertura ligera con una almohadilla de látex húmeda que corrija imperfecciones; aunque una piel joven siempre iba a ser una piel joven.
            Preparado el rostro, la luz estaba un poco baja para su arte, pero nadie le ofreció encender otras, así que comenzó. Apoyó la brocha de costado sobre el rubor, porque nunca se hace de punta; le dio el golpecito imprescindible antes de comenzar la aplicación, para retirar el excedente de producto, y deslizó en pómulos, nariz y mentón, para destacar sus rasgos en una noche donde todas las miradas iban a estar puestas en ella.
            Su toque final para el acabado de la piel era un polvo traslúcido, aplicado con el cisne que había heredado de su abuela.
            Para los ojos, toda su pericia debería centrarse en el sombreado. Le depiló y peinó las cejas con cepillo de pelo de pony, siguió luego aplicando un lila N° 35  en cada párpado superior y eligió un lavanda medio tono para los inferiores, que siempre transmite tranquilidad. Un rimel transparente, más arqueador de pestañas, y lápiz delineador gris para suavizar el efecto de sus párpados caídos.
            La boca iba a llevar sólo brillo indeleble Rosa Cristal para no tener que retocarlo.
            Una laca final en aerosol para asegurar todo el trabajo era el último paso y no escatimó producto en el acabado.
            Hemos terminado dijo dos horas después de haber llegado y la madre, casi descompuesta de la emoción, salió de golpe del cuarto, momento que aprovechó para sacarle a la modelo una foto para su book de trabajo.
            Con el mismo método que empezó, cerró uno a uno los cajoncitos del maletín, guardó peines, tijeras y pinzas, y con cierto orgullo le dijo antes de irse Quedaste hermosa.
            Salió a la calle, y aunque ya era de noche, el calor era insoportable. Se sacó el chaleco mientras esquivaba al que seguro era uno de los abuelos, que llegaba de traje y apenas sostenido por el bastón; sumándose a los grupos que empezaban a formarse en la vereda.
            Dobló la esquina pensando en comprar carne picada y que no le corrieran el delineador a la chica cuando le pegaran los ojos. Cruzó a la parada del colectivo pensando qué hacía para la cena, si pastel de papas o empanadas, y esperando que aguantaran bien los torniquetes de gasa que le había metido en la nariz, porque que iba a ser una noche larga.
            Pastel de papás o empanadas, igual dudaba el neón de la S, que aún intermitente, dejaba leer SALA VELATORIA.